Puede ser una linda e inteligente, porque las inteligencias son múltiples: eso es la peli de Barbie.

En los albores de internet, cuando todo era vagar entre foros con información de dudosa procedencia, me topé con una anécdota que tenía como protagonistas a Albert Einstein y Marilyn Monroe. Como se pueden imaginar es imposible saber a esta altura del partido si era real o no. Lo que sí era pintoresca, que me parece que es el único valor que debería importarnos a la hora de toparnos con una anécdota de este tipo. Contaba este cuento que, en una cena organizada por el ex marido de Marilyn Monroe, Arthur Miller, se habían cruzado la estrella número uno de la cinematografía mundial con el científico que probablemente todos y todas usamos como parámetro cuando queremos mofarnos de alguien que se cree más inteligente de lo que es. Y en esa cena se habían sentado uno al lado del otro y se habían puesto a charlar toda la noche, algo que había sorprendido al resto de los participantes. ¿Habían menospreciado a Marilyn Monroe creyendo que ella no era lo suficientemente inteligente como para charlar con Albert? ¿O habían pensado que alguien tan feo y tan poco sociable como Albert Einstein no podía sostenerle una charla a la máxima estrella de Hollywood? Probablemente un poco de las dos cosas. Pero el cierre de la charla, según esta anécdota, era el siguiente: Einstein se animó y le propuso a Marilyn Monroe la magnífica idea de que ellos tuvieran un hijo juntos. Así, le dijo Einstein, podría salirnos un hijo con tu belleza y mi inteligencia. A lo que Marilyn, muy suelta de cuerpo, le contestó que, aunque Einstein probablemente iba a disfrutar mucho del proceso, podía pasarles que la criatura le saliera al revés; con la belleza de él, y la inteligencia de ella. A día de hoy sigo pensando que no sé si esta historia es verdad o es mentira, pero es fantásticamente espectacular. Es el relato de una mina que, con calle, cintura y, me atrevo a decirlo, astucia femenina, termina desbaratando el argumento de uno de los más grandes científicos de la historia de la humanidad.

Todo esto para decir que puede ser una linda e inteligente, porque las inteligencias son múltiples y esto es la película de Barbie.

En mi columna anterior hablé de mi tendencia a tratar de buscar por estos días consumos culturales que no me hicieran reflexionar. Para reflexionar, preocuparse y demás, ya está la vida. La cuestión es que, evidentemente, esto duró menos que la carrera presidencial de Pichetto porque me aboqué a ver la película de Barbie con la voluntad firme de transformar eso en una columna para este periódico. ¿Y saben qué? Durante toda la película de Barbie no pude pensar en otra cosa que no sea “¡qué espectacular producto es la Barbie! ¡qué magnífico dispositivo del patriarcado!”. Ahora quiero la remera de Barbie, la cartera de Barbie, la casita, el auto, las criaturas. Incluso miraba la película y pensaba la cantidad de plástico que durante todas nuestras infancias hemos malgastado en este mundo para generar esas pequeñas muñecas que tenían pelos muy, muy débiles, sin rodillas, sin articulaciones, anatómicamente incorrectas, sin ningún tipo de genitalia o sistemas reproductores.

¿Me conmovió? Por supuesto. ¿Me hizo llorar? Claro. ¿Fui vestida de rosado? No, porque no tenía ninguna prenda rosada. Pero sí fui vestida con la camiseta del Real Madrid, que era el único producto en gama de colores pastel que poseía. Y me creí muy disruptiva hasta que vi la película y al final resultaba que yo no era una chica no Barbie por no ir de rosa, sino que era la Barbie Real Madrid. Y que por consecuencia yo también estaba dentro del sistema Barbie de scoring.

No hay forma de salir del mundo de Barbie. La única que puede salir del mundo de Barbie es Barbie, la Barbie hegemónica, porque en el mundo de Barbie todas las mujeres son Barbies, de muchos tipos y cuerpos y profesiones y colores, y todos los varones son Ken. Y esta es mi primera reflexión: teniendo la posibilidad de contar una historia acerca de nosotras, de nuestro vínculo con la muñeca, de lo que significó a nuestras infancias estar signadas por una idea de Dios, Patria y familia norteamericana…la película termina girando en torno al sufrimiento de Ken. Es una cosa espectacular. Y lo es porque, claro, los “Ken” de la vida no sufren: sólo van al gimnasio, aman a Messi y putean cuando no les mandás una nude. Pero en el mundo Barbie quien lleva la parte de los sentimientos, de la angustia, de la frustración, es Ken. Barbie carga con su trip existencialista en silencio y se lo traga y no lo muestra y no hace un número musical al respecto. Se invierten un poco ahí los roles.

La película me genera muchas contradicciones, pero ninguna demasiado grande como para no disfrutarla. Qué apasionante es el mundo de Hollywood que nos crea magníficas películas de dos horas en donde podés comerte tu peso en pororó sin pensar ni por un segundo en la cantidad de gente que trabajó probablemente en situación de esclavitud para traerte ese film a tu sala más cercana. En otro momento yo me hubiera sentido mucho más conflictuada, pero fui a ver la película con mis amigas, y nos reímos de nosotras y de lo ridículas que somos, y cuando salimos hablamos de la importancia de querernos, de apreciarnos, de abrazarnos, de abrazar a la Barbie que vive adentro nuestro.

Quizás los varones recuerden la primera pelota que les regalaron, o el primer par de botines, o la primera cajita de herramientas, o algo por el estilo. Las nenas en general lo que recordamos es la primera Barbie que llegó a nuestras manos. Y si era mejor o peor que la Barbie que tenía nuestra compañera de banco, si venía con más o menos accesorios, si era la Barbie sirena, la Barbie veterinaria, la Barbie que estudiaba en la NASA, la Barbie de la UBA, la Barbie que terminaba siendo delegada de la fábrica, la Barbie doctor Lotoki, la Barbie panelista de LAM, la Barbie otorrina, la Barbie Samantha Farjat. Cualquiera de todas esas eras válidas y a nosotros nos encantaba porque lo importante era tener una o muchas. Y Barbie venía con todos sus accesorios: la casa espectacular, la heladera que estaba siempre llena porque los productos de adentro eran de plástico, la pileta, el Jeep, los delfines, los perros, la niñera (que siempre era un poquito morocha), la amiga de Barbie (que era más morocha aún, un toque más fea y sin profesión, para que Barbie no se sintiera amenazada), las hijas de Barbie, las hermanitas de Barbie y Ken. Ken también venía con bastantes modelos o motivos, pero ninguno de ellos tenía que ver con un oficio. La de laburar no se la sabía.

Lo más espectacular de las Barbies es que no traían historia. Yo tenía mis muñecos de Batman, de Tarzán, de Toy Story, pero con todos esos la posibilidad de forjar historias nuevas era muy difícil. Sobre todo, porque a Batman no se le podía sacar el traje y estaba confinado a una vida de Batman y peleas y oscuridad por los siglos de los siglos. Pero con la Barbie todo era posible.

Con mi hermana disfrutábamos muchísimo de armar unos culebrones que incorporaban algo de lo que veíamos en la novela de la siesta con mi madre, algo de lo que escuchábamos en el noticiero de la noche, algo de la historia de los papás de nuestras amigas que se divorciaban. Siempre la historia empezaba con Barbie y Ken teniendo una vida soñada hasta que llegaba un nuevo vecino al barrio que sabía cantar, que era en este caso el Ken de Ricky Martin, que si le tocabas un agujerito en el pecho empezaba a cantar “Living la vida loca”. Sabemos no era una canción apta para todo público, pero nosotros no lo entendíamos como tampoco lo entendían los taiwaneses que ensamblaban el muñeco y que poco deben haber sabido de castellano.

A veces Barbie tenía una de sus hijas que era muy terrible y rompía la casa y entonces consideraba devolverla del lugar de donde había venido. ¿De dónde había venido? No lo sabíamos. Íbamos a una escuela en donde no había ESI. A veces les cortábamos el pelo y aprendíamos de la peor manera que había cosas que no podían volver a crecer.

La película de Barbie entonces no es ni buena ni mala: es la historia que alguien elige contar con las muñecas que le dieron. En este caso es un culebrón que apela a una generación que quedó en el medio entre la deconstrucción y seguir sintiendo cierta nostalgia por ese mundo mucho más simple, en donde jugar con una muñeca no significaba sucumbir ante los embates del patriarcado. Simplemente las teníamos, las vivíamos, las disfrutábamos, sin ser conscientes del trauma que nos iba a generar después. A Greta Gerwig le dieron unas Barbies de carne y hueso hermosas, fantásticas, que actúan bien, que son inteligentes, y le dijeron “fijate qué podés hacer con esto” y ella hizo algo muy picaresco: un enorme caballo de Troya rosa y brillante, en donde metió en medio de las salas de cines de todo el mundo un brevísimo debate que de otra manera jamás hubiera llegado a una sala de Cinemark.

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