La caída de Ficha Limpia en el Senado marcó profundas diferencias entre ambos partidos en el campo de la derecha. Algunos apuntes sobre los usos de la corrupción que hacen ambos partidos y por qué se distancian.
La caída del proyecto de Ley de Ficha Limpia en el Senado nacional, emblema de quienes militan una política a favor de la anticorrupción, erosionó la relación entre Mauricio Macri y Javier Milei. Sin embargo, no parece haber afectado lo suficiente como para dinamitar la estrategia electoral que mantienen en conjunto en algunos distritos. Particularmente, este enfrentamiento entre los dos líderes se utilizó electoralmente para la discusión en un distrito central para ambos: la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Sin embargo, este efecto de la caída del proyecto –que de forma evidente buscaba quitar la posibilidad de una candidatura a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner– da en el corazón de la identidad política del PRO. Esto es, la anticorrupción como articulación, por un lado, de apoyos partidarios y movilizaciones populares, y por otro lado, de una estrategia discursiva (y electoral).
Desde sus inicios, los usos de la corrupción que hizo el PRO sirvieron para construir su imagen de transparencia y una suerte de frontera con la “vieja política”. En tanto, LLA también hizo un uso de la corrupción cuando constituyó como principal enemigo a “la casta”. Sin embargo, esa impugnación parece adquirir otros ribetes diferentes y un carácter menos intenso en su identidad política.
Por eso, valiéndome de trabajos académicos, propongo hacer un muy breve recorrido sobre algunos usos y significados que se han vinculado a la corrupción en la historia argentina. Luego, llegaremos a la actualidad en la que podremos pensar en qué circunstancias se inscribe esta discusión sobre “Ficha Limpia” a nivel nacional.
¿Qué entendemos por corrupción?
Antes de continuar, deberíamos detenernos brevemente en qué significa o a qué nos referimos cuando hablamos de corrupción. Para ello, recupero la perspectiva de Sebastián Pereyra (tal y como se expresa en el trabajo de 2023 “Usos y significados de la corrupción” publicado por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos), que describe a la corrupción como un concepto “esquivo”, cuya búsqueda de una definición común y precisa resulta dificultosa. Según el autor, en la actualidad la noción de corrupción aparece relacionada a tres elementos: la actividad de funcionarios y funcionarias; la superposición de dos dimensiones diferenciadas (el interés público y el privado); y una conducta individual controvertida de acuerdo a reglas morales o jurídicas.
Pereyra considera esta perspectiva algo problemática en cuanto olvida dos elementos fundamentales: que la corrupción no remite exclusivamente a conductas individuales y con una fuerte carga moral, sino también a transacciones, intercambios e interacciones, que vuelven más complejo al fenómeno de la corrupción; y que la misma debe comprenderse en relación a los usos políticos que implica en cada contexto local.
En este sentido, es clave pensar los modos en los que la corrupción irrumpe en la actualidad como un elemento de descalificación y de herramienta en la lucha política. Ahora, ¿cómo fueron variando esos usos de la corrupción a lo largo de nuestra historia nacional?
Retomando un estudio con perspectiva histórica de Silvana Ferreyra, Romina Garcilazo y Sebastián Pereyra (publicado bajo el título “Escándalos y usos políticos de la acusación de corrupción en la historia argentina” en el año 2023 también por la Oficina Anticorrupción del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos), podríamos situar, a grandes rasgos y de forma provisoria, cuatro etapas diferentes de las acusaciones de corrupción en nuestra historia: la primera es entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX, cuando las acusaciones de corrupción se relacionaban a la incorporación de la Argentina a la modernidad. Esta perspectiva estaba nutrida por las luchas europeas contra la corrupción como una crítica al Antiguo Régimen. La segunda etapa se da entre 1930 y 1983, cuando los golpes de Estado recurrentes utilizaban el discurso de la anticorrupción para justificar sus intervenciones. Además, en este período la anticorrupción va adquiriendo un carácter antiestatal, sin dejar de mencionar el intento de construir una asociación directa entre peronismo y corrupción. La tercera etapa se ubica más hacia fines de los ‘80 y se consolida en los ‘90, en lo que las y los autores denominan como “el apogeo de los escándalos de corrupción”. Y por último, la cuarta etapa, iniciada en el siglo XXI, que se caracteriza por dos elementos centrales: la presencia de escándalos internacionales debido a la transnacionalización de la economía y la política; y el anclaje de las acusaciones de corrupción a lógicas de conflicto polarizadas.
De lo expuesto hasta aquí, propongo que nos detengamos fundamentalmente en las últimas dos etapas que son las que considero que nos pueden brindar alguna clave de lectura sobre el actual enfrentamiento entre PRO y LLA.
Tematización, diferenciación y polarización
Desde una perspectiva de la comunicación política, Sebastián Mauro (en “La tematización de la corrupción como clivaje de la política argentina en los noventa”, publicado por el Centro de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad de Sonora en 2012) analiza cómo la tematización de la corrupción fue convirtiéndose en un clivaje de diferenciación entre fuerzas políticas hacia los ‘90. El menemismo es el período en el que los discursos sobre la corrupción comienzan a tener mayor circulación en el escenario político.
Por tematización el autor refiere a cómo ciertos problemas comienzan a formar parte de la agenda pública, a partir de luchas entre actores políticos y sociales bajo criterios de argumentación e interacción. En términos generales, a partir de los ‘90 se pueden hallar dos tipos de visiones sobre la corrupción.
Por un lado, una visión sobre la ineficacia de los políticos para gestionar los bienes públicos, bajo una perspectiva más tecnocrática. Desde esta posición, el menemismo justificó las privatizaciones y la desregulación económica.
Por otro lado, una segunda lectura, que se fue originando en reacción a la primera, vinculada a la denuncia contra la impunidad del poder. Si bien mantenía rasgos comunes con los reclamos del movimiento de derechos humanos, fue reforzando su preocupación por el respeto a las instituciones republicanas frente a la fuerte concentración del poder en la gestión menemista.
De este modo, la interacción entre estos discursos fue consolidando cada vez más un clivaje entre una “vieja política” y una “nueva política”, entre “políticos corruptos” y “honestos”, manifestado más abiertamente en las elecciones presidenciales de 1999 con la Alianza. En esta diferenciación la corrupción subordinaba la discusión sobre el resto de los problemas (desempleo, endeudamiento, déficit fiscal); y aparece la noción de “la gente” como víctima directa de la corrupción, y cuya erradicación iba a garantizarles su realización.
Sin embargo, como explica Mauro, esta distinción entre ambas visiones sobre la corrupción no son tan taxativas ni diferenciadas, sino que interactuaron entre sí, se vaciaron de sentido y se volvieron cada vez más ambiguas y sin contenido programático para quienes constituían su identidad política basada en la anticorrupción.
En este aspecto nuevamente el aporte de Ferreyra, Garcilazo y Pereyra nos puede mostrar cómo esta dinámica de los 90’ se alteró con el 2001 y adquiere otro carácter. La agenda anticorrupción queda atrapada en una creciente polarización política. Por lo tanto, gana importancia el clivaje oficialismo-oposición, y en consecuencia, la movilización frente a esta agenda queda determinada por la polarización afectiva. Y a estas cruzadas también se suma la dinámica del Poder Judicial, que interviene cuando las y los funcionarios no se encuentran en actividad.
Al mismo tiempo, Pereyra explica que el vínculo entre la corrupción y la lógica del escándalo han profundizado una crítica de la actividad política en su conjunto. De este modo, las acusaciones cruzadas y la lógica del escándalo refuerzan la moralización de la clase política, y por lo tanto, generan mayor malestar en los lazos de representación política. Por eso, el debate sobre Ficha Limpia no puede leerse sino en clave de esta dinámica, y más precisamente, en la moralización de la clase política.
Dos actitudes en tensión sobre la anticorrupción
De lo expuesto hasta aquí, probablemente estos aportes nos hayan brindado algunas claves para pensar el enfrentamiento entre PRO y LLA en torno a Ficha Limpia. Si bien ambos se benefician por la dinámica polarizante de los discursos sobre la anticorrupción y la moralización de la política, podríamos pensar de modo hipotético la configuración de dos usos diferentes.
En el caso del PRO, el carácter más radicalizado y la visión más antagonista con el kirchnerismo llevan a la utilización de los casos de corrupción como un modo de diferenciación y de búsqueda de apoyos electorales. Algo que desde la gestión de Cambiemos fue cada vez más evidente. Si bien emplean una defensa retórica de los valores republicanos (como si fuera la segunda perspectiva de los ‘90 que señala Mauro), la anticorrupción adquiere algunos rasgos excluyentes del kirchnerismo como actor legítimo y adversario político en la democracia.
En el caso de LLA, es innegable que la moralización de la política es central en su discurso “anticasta”. Sin embargo, su uso de la anticorrupción parece remitir a la perspectiva menemista de la denuncia de ineficiencia en la gestión pública. Es un discurso sobre el que se asienta la práctica de programas de liberalización económica y desregulación del Estado. Entonces, su uso de la anticorrupción es mucho más antiestatista.
Por este motivo, la actitud frente a la corrupción de LLA parece estar menos preocupada por las conductas individuales como el PRO, y mucho más por proyectos ideológicos. La asunción de un presidente y su residencia en un hotel en el que no tiene registro de visitas; el gran crecimiento patrimonial en las declaraciones juradas de los miembros del gabinete; las denuncias de cobros para reuniones privadas con el presidente; la utilización de la cuenta presidencial de X para proporcionar una criptoestafa, son todos ejemplos para pensar que la visión de la corrupción desde una perspectiva de las interacciones y transacciones no preocupa al Gobierno. Y tampoco parece inquietar al PRO.
Lo que parece importar, más bien, es de qué modo se inscribe la anticorrupción en una dinámica polarizante.
Por último, es difícil pensar a Ficha Limpia como un debate integral sobre la corrupción en nuestro país, sino como una medida más “cosmética” y de cruzada política. En cambio, el aporte de Sebastián Pereyra brinda una perspectiva sobre cómo pensar una agenda de anticorrupción más amplia y acorde a la consolidación de la democracia argentina, sin recaer en la moralización política.
Por un lado, se debe introducir una visión más federal sobre el problema de la corrupción, atendiendo al funcionamiento de la política, la administración y la justicia a nivel provincial; y por otro lado, avanzar en iniciativas de reforma judicial, política y de la administración pública.