¿Qué es la política? ¿Ganar elecciones o construir un sujeto? A tres décadas de la cristalización de la pobreza estructural y a dos décadas de la instauración de la violencia urbana en el marco de lo cotidiano, ofrecemos un ensayo sobre cómo se debe interpretar la furia matanegros en un contexto electoral.

El ascenso de los autoritarismos mientras se acercan las elecciones y avanza la crisis.

Si hacer política es ganar elecciones, la pregunta apenas es qué hacer con lo que hay. Y el misterio de esa pregunta es qué es lo que hay. Esa sí es una incógnita enorme.

Matan a un muchachito más, después de un secuestro. Ni el primero ni el último, tan rubio y joven como muchos otros cadáveres de la crónica roja, a su carita le tocará repetirse mil veces en pancartas. Sus ojos multiplicados mirarán al dolor del padre, Juan Carlos Blumberg. ¿Qué es lo que hay? Una enorme masa de personas reaccionado a la violencia urbana, al desquicio de la seguridad pública, al manoseo de policías, harrys, narcos, tratantes, piratas del asfalto, apretadores, barras, lo que quieras, como un sujeto: el sujeto que sufre. No hay otro sujeto que sufre, ese es el sujeto que sufre y mejor que lo tengan claro esos de los derechos humanos.

La sorpresa ante un fenómeno social proviene de tener muy mal calibrado el lente que permite notar qué es lo que hay. Con la masa de los sufrientes se sella un sujeto. Víctima de la inseguridad, se le dice. Una vez percibida la existencia –y la continuidad– de ese sujeto, despreciarlo es una forma torpe y eficaz de perder una elección.

La aparición de movimientos públicos imprevistos expresa la emergencia de los nuevos sujetos sociales. El sujeto sale a flote, como un iceberg. Tomemos otros casos: el 2008 y los ruralistas, el 2010 y el kirchnerismo, el 2012 y los cacerolazos contra la korrupción, el 2015 con el Ni Una Menos y el 2018 con la fragmentación entre celestes y verdes. Los cinco casos, como sucedió con Blumberg, asombraron a pares y profanos.

Elecciones

En los resultados electorales de 2015 y 2017 tallan ruralistas e indignados caceroleros: la concentración electoral que le da el triunfo a Cambiemos coincide con el área densa de transgénicos; dos años después el voto moral superó al voto bolsillo en las legislativas.

Hay quienes creen que el kirchnerismo nace espejado con el ruralismo, pero su primera gran movilización de masas comienza el 25 de mayo del Bicentenario, cuando enhebra públicamente en un espectáculo de Fuerza Bruta los elementos básicos de su interpretación de la historia, y termina el 30 de octubre de 2010. Los funerales de Néstor Kirchner no generaron una viuda marketinera –pueril lectura de Durán Barba– sino que fueron los cuatro días corridos de miles de personas en la calle en los que el kirchnerismo se reveló ante todos e incluso ante sí mismo, en toda su dimensión. Emergió como sujeto.

Los matanegros en el Palacio

Seguramente sin prevenirlo, Mauricio Macri tradujo el Ni Una Menos en términos electorales al abrir el debate sobre el aborto. Su propio partido fue la principal oposición a la ley, revelándose una irresponsable manganeta que devino en el ascenso cada vez más violento de una nueva ola: la celeste. El enfrentamiento de celestes y verdes será una clave de 2019.

Entonces, ¿qué hacer con lo que hay? ¿Cómo ubicar verdes y celestes? ¿Cómo escalará en estrado y pantalla la corrupción? ¿El campo, victorioso, sigue siendo el mismo? ¿La malaria clausuró el plazo confiado a Cambiemos en 2017? ¿Qué encuadra al voto kirchnerista?

Si hacer política (en democracia) es ganar elecciones, esas son las preguntas inevitables de 2019 porque esos son los sujetos que hay. O al menos, los que ya vimos. ¿En qué rasgos se revelan los caídos en desgracia de la malaria macrista? ¿En los gestos de los trabajadores de la economía popular, los comerciantes que se funden, los universitarios con su paro histórico o los obreros industriales patinando la indemnización? ¿Es la Garganta Poderosa o Hugo Moyano? ¿Emergerán de algún modo como tales o hay ahí todavía un sujeto a construir?

Porque hacer política es construir un sujeto.

Sujetos

Para ganar las elecciones, no se le diga al matanegro por su nombre, al cacerolero por el suyo. El mejor método para perder una elección es jugar a esa imbecilidad nacida en 2011 y llamada “batalla cultural”. Un pensamiento cambia en un intercambio de argumentos solamente bajo una condición previa y rígida de aceptación de esa posibilidad. El actual espacio público –mal que le pese a la modernidad y al periodismo– es exactamente lo opuesto. Cada vez con mayor profundidad nuestros medios de intercambio simbólico son utilizados al mero fin de ratificar nuestra identidad, desde la opinión política al gusto estético. La cadena comienza con las recomendaciones de Netflix y termina en los bombardeos de noticias falsas al celular.

Ganar elecciones no es construir sujetos, es hacer con lo que hay. Macri puso un microscopio donde el kirchnerismo usaba un telescopio. Observó frustración donde el gobierno veía el último año de crecimiento genuino del PBI, estimó el cansancio y el hastío mientras la tasa de desocupación seguía bajando. Vio la extenuación del sujeto de 2010 y la agresividad impotente de la amplia gama que iba desde 678 al Le Monde Diplomatique, el kirchnerismo cultural, un progresismo palermitano que pensó mal todo.

Tres tercios dividen al electorado argentino. A veces se estira más, otras menos. Para el caso, el 40% optó por Carlos Menem o Ricardo López Murphy apenas un año y medio después del estallido de 2001. Ganar elecciones también es saber qué hacer con el tercio que fluye.

Si te dan un tiempo, te ponen un plazo

El último avatar de la víctima sufriente que nació con Blumberg son los desaforados matanegros, nuestro temor latinoamericano, ahora. Y no se disuelven razonando. Pero sí el matanegro puede votar un candidato progresista (y viceversa). Vidal dijo “no vas a perder nada de lo que ya tenés” y te enamoró. No es ésta una defensa de la manipulación –y si lo fuere, qué importa–, sino una lectura de qué hizo Cambiemos en 2015. Dijo: habrá bienestar sin corrupción; lucharemos contra el narcotráfico para que no haya otro Axel Blumberg; al triunfador de 2008, cero retenciones. No son argumentos, no importa refutar un contrincante. No hay contrincante, sólo hay electores para convencer. Ganar elecciones es mucho más que la batalla cultural, es entender por qué cada sujeto tiene su forma presente. El error es pensar que el otro está (solamente) alienado. El otro tiene la verdad de su forma de vida, delineada por todas sus acciones cotidianas y por el modo en que las significa.

(Y Juan Grabois diciendo que quiere una Cristina sin corruptos lava con el mismo detergente que Elisa Carrió usó en 2015 con Macri).

La política hoy

Hacer política es mucho más que ganar elecciones, porque después de meter su votito el amarillo, el celeste, el verde, el kirchnerista, el ruralista, siguen ahí tal y como venían. Y el matanegro también.

Pasando de largo el 2019, entonces, la inquietud real es saber cuándo y cómo se podría liberar toda la ira matanegro, que ya ascendió con los linchamientos y cuya doctrina terminó llegando al palacio, con protección concreta y promoción oficial desde el caso Chocobar.

Un matanegro se siente fuera de la ley porque experimenta su vida como si estuviera fuera de su amparo. Es extraño, pero los abandonados negros son aquellos que verdaderamente viven en un mundo de excepción continua, entregados al arbitrio puro de las armas legales e ilegales. Sin embargo, el matanegro entiende que la ley ampara a su enemigo, el negro de mierda, que de tan desnudo ante la violencia, ante la certeza de esa intemperie total de matar o morir, casi nunca puede articular un grito de terror que de una vez cruce el mundo como un trueno. Cree, el matanegro, que la moral ciudadana profunda es falsa por no coincidente con la realidad. Por eso le repugnan lo que llama “garantismo” y los derechos humanos. Porque el matanegro es al mismo tiempo la víctima sufriente, en eterna espera por un mundo de gatillo fácil regado de cárceles que restituyan el orden perdido. El matanegro se percibe fuera del orden, una vida en continuo y televisado riesgo, un presente frágil. El matanegro zafa y come bien, trabaja como mula, por ahora. Vive angustiado de incertidumbre.

Van 30 años desde que la pobreza cambió sus características en el país, cristalizando temidos territorios de abandono. Van 20 años desde que la violencia urbana cambió definitivamente, desde la instalación del negocio de las drogas ilegales y su protección oficial. Y van 20 años desde que la crónica roja perdió su lugar público marginal para pasar al prime time de la tele “seria”. El matanegro cocinó su odio delante de la tele. Y no volvemos aquí la batalla cultural: lo importante de estar delante de la tele es no estar parado en la calle. El matanegro mira TN porque le tiene terror al short de fútbol con gorrita que camina por la vereda de enfrente, no al revés. No se cree en un Dios y luego se reza, primero se reza y después se cree en un Dios. No se cambia un sujeto diciéndole qué hacer, sino que formas diferentes de actuar van construyendo un sujeto. Hubo casi tres décadas de Encuentro Nacional de Mujeres hasta el Ni Una Menos, hubo una década de transgénicos modificando de raíz la vida rural hasta que explotó el 2008, estuvo toda la resistencia de los 90 hasta que emergió el kirchnerismo, está todo el miedo real de la nueva vida urbana en los matanegros y está todo el sujeto menemista que votó a la Alianza, en la indignación cacerolera que fundió al buscavidas monotributista, a la mula cegada por su trabajo a repetición –esa sí es alienación verdadera– y al preocupado porque el impuesto a las ganancias y el cepo al dólar le complican los viajes al exterior.

El mito de 2001 del piquete y la cacerola unidos en una lucha es un mito, una verdad sobre algo que nunca existió, o acaso refulgió dos días. Es urgente –es imperativa– una política que vincule en espacios compartidos a quienes viven de un lado y del otro de la vía, de la zanja de clases, y no de forma circunstancial o dadivosa. La escuela ya no lo hace, la red de las instituciones del Estado también está socialmente segmentada. No hay espacios compartidos entre blancos y negros sin mediación de dinero y explotación. Hasta la cancha está toda tajeada de clases.

Si hacer política es construir un sujeto –o disolverlo en otros–, la generación de ese tipo de espacios y sus prácticas no tiene que ver con un proyecto de transformación; no es por la vida arrasada de los negros –cuyas necesidades son otras, más vitales y más urgentes–, sino por el miedo y la incertidumbre de los blancos. En este contexto y en un futuro tecnológico y ambiental próximo que será muchísimo más inestable, esta demanda tiene que ver con al menos sostener las reglas del orden actual.

Porque una malaria tan profunda como la que estamos viviendo no sólo puede ser la antesala de un estallido, sino que con cada hombre blanco que quiebra puede explotar en toda su furia un matanegro que todavía no conocemos.

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