El recuerdo de los seres queridos, por miles de personas en las calles.

En estos días de memoria, verdad y justicia, yo querría recordar a mis seres queridos que fueron asesinados a partir del 72.

El primer amigo que mataron, en agosto del 72, se llamaba Alberto Carlos del Rey, tenía 23 años y fue uno de los fusilados de Trelew. El Lobo fue nuestro dirigente en la universidad, hasta que el partido se lo llevó y dejó en su lugar a otro, que era autoritario y frío. Todo lo contrario del Lobo, que siempre hacía bromitas, era muy dulce y considerado, y los ojos le bailaban detrás de unos enormes anteojos. Cuentan que, cuando llegaron los taxis que los iban a llevar del penal al aeropuerto, sobraba un lugar. Como él no estaba asignado para ser del segundo grupo de la fuga, lo invitaron a subirse. Supongo que a él le dio mucha alegría, pero que su corazón le impidió aceptarlo cuando quiso que otro se beneficiara de esa cuestión. Le insistieron y allí partió.

De una de mis amigas, que cayó con otra abogada, se sabe bastante porque se investigó mucho, porque se escribieron libros sobre ellas y su historia está hasta en Wikipedia. Cayeron juntas y fueron torturadas y arrojadas al arroyo Cululú, atadas y encapuchadas, en noviembre de 1974. Se llamaba Marta Zamaro y su compañera, Nilsa Urquía. La belleza, la alegría de Marta, ese estar todo el tiempo con pila, la hacían muy encantadora. Tenía las piernas más hermosas del mundo, por lo que, cuando no tenía puestos los jeans, se ponía unas minifaldas que le permitían lucirlas. Ambas defendían presos políticos desde el comienzo de los 70 y ambas fueron amenazadas, de modo que las agarraron tres días antes de partir fuera del país.

Marta vivía a la vuelta de mi casa, y siempre aparecía con esa sonrisa enorme y bulliciosa, a tomar mate, a charlar de todo, con esa energía contagiosa.

Cuando las velaron, había pocas personas porque todo el mundo tenía miedo de ir. Recuerdo a su madre tomándome del brazo, preguntándome: ¿Por qué a ella, Mari? Y recuerdo particularmente el gesto de su rostro inerte, con los dientes apretados, como furiosa, que a sus amigas nos hizo pensar cómo los debía haber puteado antes de sucumbir. Tenía 29 años.

Un año después, en octubre, la mataron a Laura Diana Gentile. Vivía con una compañera en Rosario, adonde se había ido a estudiar psicología, después de cursar un par de años de historia en la Fafodoc, en donde yo la conocí. En Internet no hay muchos datos sobre ella. Pero yo la recuerdo constantemente, porque al principio de mi carrera andábamos siempre juntas. Era pequeña, era graciosa, desenfadada y atrevida. Le gustaba fumar por la calle, cosa que era un poco rara en las mujeres de esa época. Escribía poemas llenos de ternura.

Una noche de diciembre, para las fiestas, nos hicimos las distraídas cuando las chicas de casa se fueron de festejo con sus familias, y nos pusimos, casi a escondidas, las espectaculares sandalias con plataforma que recién empezaban a usarse y que nadie sabía que nos habíamos comprado. Las mías eran celestes y las de ella, negras, con pulserita. Nos las pusimos en la cocina, riéndonos de nosotras mismas, y, apoyadas una en la otra, caminamos por el pasillo, yéndonos inseguras y felices.

Cuando la mataron, yo estaba en la cárcel. Recuerdo leer su nombre en un diario, el partirse en dos de mi cuerpo, que me hizo levantar con una mano la enorme y pesada mesa del comedor, y estrellarla contra el suelo. Y luego el largo llanto a los gritos, pateando las paredes de mi celda.

En el 77, ya en libertad, el 31 de diciembre tomé un teléfono para llamar a una prima, y, por un deseo inconsciente, disqué el número de su casa. Se me heló la sangre cuando del otro lado oí la voz de su padre que decía su apellido. Cuando alcancé a balbucear mi nombre, ese buen señor, con voz apagada, me dijo: ¿Y qué querés ahora, Mari?

El 14 de octubre del 76 fue secuestrada Rosita Benuzzi, en la calle, en San Lorenzo. Yo había caído presa en junio del año anterior junto con ella y su compañero, y ella había sido la única de los tres en salir en libertad después de declarar ante el juez.

La conocí durante los pocos días que estuve en Mendoza hasta nuestra detención. Para mí Mendoza era un lugar desconocido, al que había llegado por reclamos del que era entonces mi pareja. Ella tenía 27 años y trató, en los pocos días que compartimos experiencias, que yo me sintiera bien, insistiendo en que tuviera lo que necesitara en la casa. Logramos tener un acercamiento afectuoso: recuerdo una tarde de té con medialunas calientes en un elegante bar de la ciudad, prometiéndonos guardar el evento para nosotras solas, porque bien nos lo merecíamos aunque creíamos que a nuestros muchachos no les iba a parecer oportuno ese gasto. Rosita tenía una presencia fuerte y decidida, y me hacía sentir protegida por su abrazo afectivo. El brillo de su hermosa campera amarilla era signo de que a Rosita no le importaba mucho lo que pudieran pensar de ella.

Me enteré por mi padre de su desaparición, al subir al colectivo que me traía de vuelta a Santa Fe, y durante ese largo viaje de 14 horas no hice más que llorar.

Hay muchos más, como Ángel Gertel, Alberto Tur, Oscar Montali, el Presti Ferraro, Santiago Krasuk, el Pato MacDonald, Enzo Lauroni, César Zerbatto, Osvaldo y Gabriel De Benedetti, Zorba, el griego, el Negro Fernández, el Negrito, del que no recuerdo el nombre, algunos desaparecidos, otros que se suicidaron, y otros murieron jóvenes, que no están contados como víctimas de la dictadura, aunque yo creo que sí lo fueron. Les gustaría saber que el 24 gran parte de los argentinos salimos a las calles, 43 años después del golpe, a reunirnos por su memoria, a decirnos que están presentes, ahora y siempre.

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