Foto: Mauricio Centurión

Gratitud y emoción en el último y multitudinario adiós a Diego Armando Maradona.

Me enteré de la muerte del Diego mientras almorzaba. Esperé en silencio un rato, sin comer. Después sonó el teléfono. Un amigo me dice: “Me gustaría pensar que va a zafar otra vez”. Pero no. La noticia se confirma a los pocos minutos: Diego Armando Maradona ha muerto en una quinta del Tigre, el 25 de noviembre de 2020, a los 60 años.

Un rato después vuelve a vibrar el celular: “¿A qué hora salimos para Buenos Aires?”. Esa misma madrugada partimos. Por las demoras del tráfico, recién a las 12 del mediodía llegamos a la Avenida 9 de Julio, camino a la Casa Rosada. Por Twitter ya habíamos visto fotos de la cola de gente desde las 6 de la mañana esperando en Plaza de Mayo, mientras se armaba el vallado policial para el operativo de seguridad que iba a terminar en represión. Un presagio de lo que sería la tarde del jueves 26 de noviembre.

Al mediodía el sol nos picaba en la nuca. La fila de personas que esperaba para entrar a la Casa Rosada para despedir los restos de Diego Armando Maradona estaba próxima a llegar a la esquina de 9 de Julio y San Juan. Desde la Casa de Gobierno hasta esa intersección eran 17 cuadras que nos separaban a los devotos del Diego de su cajón. Rosas, pelotas, banderas y camisetas de todos los clubes formaban un paisaje tan futbolero como solo la Argentina puede ofrecer; con lágrimas, esperábamos nuestro turno para ofrendarnos al Dios de la pelota.

Horas más tarde, según los medios porteños, la fila de gente superaba las 60 cuadras. Marchaban abuelos, chicos, chicas, bebés, madres, oficinistas, empresarios, cartoneros, trabajadores, hinchas argentinos y extranjeros. Una señora de 65 años de edad, que llegó desde Cañuelas, nos dijo: “Se fue el último revolucionario. Para mí es como un hijo o como un hermano”. Más adelante, fuera de la cola, sentada en un banco de Avenida de Mayo, una anciana de 74 años, conmocionada, contó: “Es el día más triste de mi vida. Es un representante nuestro. Perón, Evita y Diego son lo mejor que tenemos”.

Gracias para siempre, Diego

La fila avanzaba lento y, para calmar las ansias, cantábamos como si fuéramos a entrar a un estadio: “Diego no se murió, Diego vive en el pueblo”. Y después: “Diego, Diego de mi vida, vos sos la alegría de mi corazón”. Miles de almas cantando al argentino que nos dio las mayores felicidades y que tantas veces nos hizo angustiar.

En la calle se multiplicaban los carritos de choripanes; los compradores se amontonaban con diversas camisetas, los de River con los de Boca, en un ritual que solo Maradona pudo lograr. Diego juntó en su funeral a hinchas de todas las latitudes del país.

En la entrada de Plaza de Mayo, una bandera de La Poderosa recibía a la multitud que marchaba en procesión: “Todas las villas en una sola persona. Diego Armando Maradona”. Y digo procesión porque el velatorio de Diego fue un acto religioso, marchar fue cómo rezar con los pies, en comunión con todo un pueblo que se rendía ante la persona que nos regaló nuestras últimas alegrías compartidas, casi unánimes.

Mientras recorremos la fila junto a otros fieles, un hombre nos dice entre lágrimas: “Con la muerte de Maradona morimos todos un poco en este país. Es la muerte de todos nosotros también”. En ese momento pienso en las palabras del escritor y viajero Juan Pablo Villarino: Maradona fue un héroe popular que resonó en la universalidad sin necesidad de fundar imperios o iniciar guerras. Y era necesario tanto para nosotros como para él, después de la dictadura y de Malvinas, tener a un Dios tan humano, tan equívoco, como nosotros. De los márgenes de la sociedad hasta Dubai, Maradona vivió mil vidas como uno más, sin ser uno más.

“Él amaba a la gente y la gente lo amaba a él. Nos necesitaba tanto como nosotros lo necesitamos a él”, me dice un papá con su hijo en brazos. Inmediatamente pienso en el Maradona del No al ALCA en Mar del Plata, al lado de Hugo Chávez, gritando que la Argentina es digna. La cola avanza lenta, la ansiedad se nota cada vez más. Nos empezamos a impacientar. Una señora chiquitita, muy flaca, más huesos que piel, con una máscara que la protege del Covid, con su pelo canoso y su voz quebrada le dice a un grandote impaciente que estaba a su lado: “Tranquilo mijo, vamos a entrar todos. El único que pudo lograr que el pueblo entre a Casa de Gobierno fue Diego”. El grandote se calló y esperó. El pueblo, lo popular, eso es Maradona. Una señora calmando con dulzura a un joven intranquilo, al que no conoce, pero que podría ser su nieto.

Pasadas las 14, mientras Cristina Kirchner llega al velatorio, el duelo colectivo interrumpe por las balas de goma y los gases que arroja la Policía. Hay corridas. Los primeros incidentes se originan cuando la Policía intenta cortar la fila de gente. “Esto no puede pasar en la despedida del Diego, loco”, gritan algunos. A partir de ahí, la ansiedad escala y ya son muchas las personas que no saben si van a poder llegar hasta el féretro de su ídolo.

El de Maradona, no caben dudas, es el velatorio más importante y concurrido de la historia argentina. Más que Gardel, Evita, Perón, Néstor…

Diez horas para velar a un ídolo popular no son suficientes. Pero, ¿hay alguna medida de tiempo que lo sea? La organización, que antes repartía barbijos, alcohol en gel, agua mineral y hacía entrar de manera ordenada a las personas a la Casa Rosada, se termina de quebrar. Las vallas ceden. Los policías de la Ciudad Autónoma empiezan a disparar contra la gente. Los fieles cantan, siguen marchando, los desafían. ¿Pudimos haber imaginado algo más maradoniano?

El presidente Alberto Fernández y el jefe de Gabinete Santiago Cafiero salen al balcón para pedirle serenidad a la gente. A pesar de eso, la despedida final del ídolo, igual que la pelota, no se mancha. Es el pueblo el que despide a Maradona. Ni Alberto ni Larreta: el pueblo.

Cerca de las 16.30 llegamos con la fila a las puertas de la Casa Rosada. A esa hora se abren los accesos a Plaza de Mayo, que hasta ese momento estaba cercada. En una postal hermosa, fotografiada por Colo Gens, que Cora Gamarnik describió como “una obra de arte del pueblo”, unos devotos del Diego copan la estatua de Belgrano y montan el caballo del prócer. Le pintan un 10 al costado: el 10 de nuestro Barrilete Cósmico.

En otra zona de la plaza, hacia calle Rivadavia, agobiados por el calor, muchos se refrescan en las fuentes, emulando aquella postal histórica donde los obreros se mojaron los pies el 17 de octubre de 1945. Maradona, otra vez, presente en la historia de este país como un ícono de lo hermoso y de lo popular. Marginal y poético. ¿Cómo no emocionarse si era el pueblo quién estaba despidiendo, sin consuelo, a su último héroe?

Lo popular es innombrable, indescriptible, porque el lenguaje les pertenece a los poderosos. Pero es lo popular lo que habita en estos actos y en esa foto. Entre el lenguaje y el acto mismo. Diego Armando Maradona fue el acto popular que sobrevivió al lenguaje de los poderosos. Que usó ese mismo lenguaje para hacer lo que quiso, pero sin olvidar jamás su origen y su propósito. Por eso, cuando ganó el Mundial 86, le dijo a la Tota que estaba jugando para ella. ¿Cómo no iba a ser así? Si su mamá no comía para que él lo hiciera.

Pasadas las 17 nos damos cuenta de que no hay forma de entrar a Casa de Gobierno. Rompemos la fila y salimos en busca del coche fúnebre. Una masa de gente tiene la misma intuición. “Vamos que lo van a sacar a Diego por allá”. Miles nos amontonamos en las escalinatas del Banco Nación, sobre Avenida Rivadavia. Todos queremos acompañar a nuestro capitán, aunque sea unos metros. Prefectos, gendarmes y oficiales de la Policía Federal nos miran celosos. Algunas personas se trepan a las rejas y logran vulnerar la seguridad. Copan el patio de Casa Rosada. Otros se trepan a un móvil de la televisión y agitan desde ahí: “Diego no se murió, Diego no se murió”.

Te quiero mucho

Los desmanes son generalizados y no hay represión policial que pueda apagar tanto fuego. El velatorio se suspende hasta que llega el coche fúnebre. Me pregunto si estaré en el lugar correcto, si Diego pasará por ahí. Pero no. La intuición vuelve a fallar. El recorrido original es modificado por los disturbios y las aglomeraciones. Es la última gambeta del Diez.

Cerca de las 18 el cortejo parte hacia el cementerio de Bella Vista, donde Diego sería enterrado junto a sus padres. Autos particulares acompañan el trayecto, miles de personas de a pie saludan desde el costado de la autopista. Finalmente, los restos del mayor ídolo nacional son enterrados al atardecer en el cementerio Jardín de Bella Vista, cerca de la localidad de San Miguel.

Poco más tarde, por las redes sociales, vemos un video que completa la escena. Mientras el coche avanza rumbo a Bella Vista, al costado de la autopista, a nueve cuadras del cementerio y en la última cancha por la que Diego pasaría (una cancha de fútbol 5), un músico apodado Yuyo Gonzalo canta el himno que popularizó Rodrigo Bueno: “La mano de Dios”. Con una guitarra criolla, un micrófono y un parlante, Yuyo alterna el estribillo del Potro con la inmortal melodía de cancha: “¡Olé olé olé, Diego Dieeegooo!”. Entre lágrimas, tapados por la emoción, miles de personas acompañan con sus palmas y sus coros desde el borde de la autopista. No es una despedida solemne. No hay pompa ni protocolo. Pero hay gratitud y emoción. Es la despedida que tal vez hubiese elegido el propio Diego.

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