Ilustración: Lucas Mercado

Del mandato de placer permanente a la oferta continua de soluciones mágicas para el malestar, el mercado como máquina de generar angustia y el lugar crítico necesario de las políticas en salud mental.

Por José María Borlle / Psicoanalista

Celebremos la oportunidad que tenemos para reflexionar acerca de los modos de presentación del malestar en la sociedad, las políticas que se proponen como estrategias de abordaje y los arreglos que cada sujeto encuentra para vérselas con aquello que le hace padecer.

Porque, efectivamente, la “salud mental” está masivamente presente en redes sociales, medios de comunicación, conversaciones familiares o entre amigos/as. La alarma respecto a la proliferación de actos auto y heteroagresivos, consumos que conducen a placeres o alivios efímeros con graves consecuencias, de síntomas psicosomáticos, de retraimiento subjetivo, se hace presente en osados tratamientos mediáticos que vulneran aún más a las personas que sufren alguna problemática de salud mental.

Asumamos que “celebrar” parece un término desatinado respecto a un tema que preocupa a gran parte de la sociedad y que, no pocas veces, acarrea encerronas cargadas de angustia o extravíos en la toma de decisiones en lo que refiere a proyectos de vida alejados del propio deseo.

El dato fáctico de aumento de consultas de salud mental en los servicios de salud, tanto público como privados, pone sobre la mesa no sólo la cuestión de las psicopatologías actuales que emergen en contextos y épocas precisas –como la llamada “postpandemia”–, sino que tiene el potencial de interpelar las estrategias psicoterapéuticas que tradicionalmente se proponen.

Existe entonces, sin dudas, una situación acuciante que, en términos de Lacan, diríamos que se trata de un real que se presenta disruptivamente haciendo tambalear la estructura simbólico-imaginaria de la cual el sujeto pende. Por ese real entendemos la aparición de un desborde inédito que empuja a los sujetos a la búsqueda de una satisfacción placentera y displacentera a la cual no se la puede nombrar y de la cual se es presa. Las estructuras simbólico-imaginarias, en tanto construcciones de la realidad, están hechas de cimientos que la sociedad ofrece constituidos fundamentalmente por elementos significantes e imágenes, que permiten a los sujetos construir alguna representación, no total, sino fallida, de lo que ellos son.

Es sabido que esta estructura está condenada al desarreglo puesto que nada funciona de una vez y para siempre y de manera universal. La sociedad se transforma, es un hecho, los modos de producción han cambiado como consecuencia de la llamada globalización, la aparición de las redes sociales ha provocado alteraciones a nivel de los lazos socioafectivos, los ideales del cuerpo bello van dando su lugar al de cuerpo sano y rendidor, entre otros indicadores que marcan un tiempo de transición.

¿Cómo suponer que a dichos cambios estructurales no corresponderían efectos novedosos a nivel del malestar social y singular? A partir de aquí habría que situar dos niveles para pensar el tema:

= Uno de ellos es el nivel de la política, es decir, aquel que refiere a las medidas concretas, a los proyectos políticos, a los lugares en la agenda política que tienen las diferentes formas de presentación del malestar.

= Otra dimensión tiene que ver con lo político, y aquí situamos la implicancia de la sociedad entera respecto a los modos de vivir, al lugar que se les otorga a los otros –semejantes– y a la relevancia o desprestigio hacia a aquellos lugares de referencia –el llamado gran Otro– que posibilitan la interpretación acerca de lo que nos sucede.

Sobre lo primero, diremos que hay un empuje a ¡gozar ya! con lo que el mercado ofrece, al tiempo que crea la falacia de un acto de libertad. En torno a la segunda dimensión, sostenemos que en nuestros contextos de vida se evidencia lo que Freud llamó el narcisismo de las pequeñas diferencias, lo que ocasiona conflictos cuerpo a cuerpo en los que los individuos entran imaginariamente en encarnizadas luchas en las que solo vale afirmarse a partir de la eliminación del par.

En otro orden de cosas, se han escuchado bastante las referencias a la caída de los ideales que permitían una interpretación del mundo, la declinación del patriarcado que, como síntoma de la cultura, producía abrochamientos de sentidos y distribuía lugares, cuya subversión es sin posibilidad de retorno.

Frente a estas nuevas configuraciones, la sociedad ve con perplejidad cómo el empuje al tener no garantizó la satisfacción que ahorre el malestar, lo que pone a nivel de cada quien la causa de sus “propios males”: no te esfuerzas demasiado, no lo mereces, no sos resiliente, no te soltás de tu pasado, etc. La angustia a la que conduce esta soledad frente al padecimiento altera una de las formas en que se manifiesta la resistencia: donde se leía “yo no tengo nada que ver con lo que me sucede” aparece aquella otra fórmula que podría ser “la sociedad no tiene nada que ver con lo que te sucede”.

Al respecto, el psicoanálisis invita a problematizar la cuestión de la causa al proponer una distinción entre culpa y responsabilidad. Decimos culpa cuando aludimos a los efectos de actos cometidos, mientras que la responsabilidad alude a los modos de tramitación del malestar, vale decir, lo que cada quién puede hacer con la contingencia que se le presenta y de la cual no es culpable. Señalemos que la contracara de la culpabilidad es la victimización y el consecuente agrupamiento en comunidades cerradas de personas atravesadas por las mismas problemáticas.

Debemos advertir luego que, por un lado, el mercado, a modo de gran boca que todo traga, no sólo ofrece los fetiches que “te harán feliz”, sino que también, cuando fracasas en el intento, pone al alcance de tu mano las recetas para paliar la frustración: psicofármacos al alcance de la mano, terapias breves y focalizadas, coaching que te enseñan a “triunfar” o terapias “holísticas” que no pocas veces son una conjunto ecléctico y discordante de “terapias a la carta”. Todas estas propuestas constituyen las nuevas ficciones endebles, pasajeras en vertiginoso cambio, que se proponen como los nuevos opios del pueblo.

Por otra parte, se observa con frecuencia en los servicios o dispositivos de salud una tendencia a posicionarse como los guardianes del bien común ofertando espacios en los que las comunidades vulneradas encuentran, paradójicamente, un lugar donde hacer proliferar sus modos de goce. Así, las llamadas comunidades de goce no son solo los grupos de consumidores/as, también son las comunidades terapéuticas que brindan tratamiento moral o religioso a problemáticas de salud que tienen sus causas en los sujetos y en el empuje al goce del que más arriba hablábamos.

Un ejemplo clave de esta cuestión es la utilización de las leyes nacional y provincial de salud mental. Las sociedades “científicas”, conquistadas por la lógica de mercado, las cuestionan por la interpelación y desarticulación que propician en relación a las hegemonías y concentración del poder. Otros las reivindican como recetas cerradas al no instar a la lectura crítica para ver en estas leyes herramientas para la transformación.

Se abren aquí algunos posibles motivos por los cuales se celebra las instancias de reflexión:

= Apropiarse de las legislaciones sin hacer de ellas letra muerta, es decir, una aplicación burocrática.

= Hacer uso de la norma común para dar lugar a cada historia en singular.

= Construir políticas en dialéctica permanente atendiendo al análisis de los efectos de las mismas en la vida de los sujetos y la sociedad.

Lo primero implica una auditoría constante a las instituciones, servicios o dispositivos de salud respecto a las estrategias que proponen. Acompañar en la invención de respuestas acordes a cada situación en particular resulta imperioso.

Respecto a lo segundo, al decir del psicoanalista Jacques-Alain Miller, se torna preciso invertir el mandato moral del deseo de norma, por la perspectiva ética que conduce a pensar el deseo como norma.

Por último, las instancias de discusión, intercambios y debates en los que la sociedad entera esté implicada pueden permitir la dinamización de las políticas públicas pensándolas como un campo en permanente disputa.

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