Un 17 de octubre, un 27 de agosto, las fundaciones míticas del peronismo y la repetición permanente de otro peronismo mítico, el que agobia y explica a los antiperonistas. Como marco, la crisis más rara: ajuste fuerte del Estado y PBI en alza, inflación galopante y restaurantes llenos, sueldos bajos y empleo en alza.

Se dice que un mito mantiene su significado y su potencia no por mantenerse fiel a sí mismo sino gracias a sus variaciones. Actores y escenarios cambian, los desencadenantes de la acción pueden ser distintos, hasta el resultado final puede variar; la fuerza del mito reside en que, aún con las transformaciones empujadas por la historia, la lección es la misma.

En la jornada del sábado 27 de agosto en Recoleta se condensaron, en espiral, dos mitos. No tienen la misma jerarquía y, en sus formas de estructurar la acción, no tuvieron los mismos efectos en la historia argentina de los últimos 80 años.

La más rápida analogía es la del 17 de octubre. Las dimensiones son completamente diferentes, no la estructura del mito: el acorralamiento por el Estado, el salvamento de las masas, la palabra final tras la liberación. Hasta aquí lo evidente, televisado y tuiteado en todo el día de ayer.

Pero rodeando al peronismo, alimentándose de él y destinado a vivir en su sombra, está el antiperonismo y todos sus avatares. El antiperonismo en sí no es un mito, pero sí es una mirada mítica del peronismo, o una forma de construir un mito sobre el peronismo como modo de supervivencia y negación. Muy pocas veces el antiperonista se presenta como tal porque, en el acto de la revelación, disuelve su propio sostén: se supone que el antiperonista es el racional.

El antiperonismo no tiene un mito de sí mismo, la Generación del 80 sí lo tenía. El antiperonismo quedó en estado de fascinación extática –como si hubiera pasado las últimas décadas mirando el estallido de una bomba nuclear– y desde ese lugar genera sus respuestas. La simplificación oculta las complejidades, el camino es largo y tiene toda su nube de pensamiento. De hecho, es la nube de pensamiento de la cultura letrada central porteña. Va desde la primigenia caratulación de fascismo, por Gino Germani, a las imposturas de Beatriz Sarlo. Allí están el Romero bueno, José Luis, que opone el peronismo a la “democracia popular” del radicalismo (un planteo alucinante para la actualidad) y su malogrado hijo, Luis Alberto, que establece que el peronismo, como el nazismo, está regido por el Führerprinzip, resolviendo así de un plumazo las complejidades propias de nociones justicialistas como conducción, lealtad o comunidad organizada. Está Juan Carlos Portantiero y su vasta enumeración de rasgos con mala prensa, como caudillismo, patrimonialismo, populismo, corporativismo. Los monstruos, se sabe, se caracterizan por tener rostros y gestos que no se pueden enunciar sin el horror de lo múltiple o lo indefinido. Así, el peronismo es ciego fanático de lealtad y pragmático hasta la incoherencia, todo al mismo tiempo y siempre.

El repaso puede seguir con Silvia Sigal y Eliseo Verón, que manifiestan que uno de los fundamentos discursivos del peronismo es que cualquier tipo de significado (o ideología) pueden tener los peronistas mientras se la pueda endosar a algo dicho por Perón, quien automáticamente puede decir cualquier cosa válida mientras sea él quien la diga. De ahí a decir que son todos borregos que siguen cualquier cosa que diga un líder, un pasito. También está Carlos Altamirano, que une al peronismo con el cristianismo para explicar a Montoneros. El tema atraviesa a olímpicos como Tulio Halperín Donghi o Javier Auyero –uno excesivamente débil en la condena a los bombardeos de plaza de mayo de 1955, el otro observando el clientelismo sólo al interior del PJ de Buenos Aires– y a profanadores pulp como Juan José Sebreli o Félix Luna, el escritor que quizá más acabadamente expuso el asombro palermitano ante la avanzada arrabalera de 1945.

No es sino en el Borges de Bioy Casares donde se expresan algunas de sus lógicas más profundas. Ese obsceno libraco, el sueño de un Jorge Rial de la cultura argentina de mediados de siglo XX, está jalonado por las continuas menciones y supuestos sobre el peronismo por parte de las dos estrellas mayores, y cancerberos, de una elite que hoy no supera la sofisticación de un cursito de anarcocapitalismo en una universidad yanqui.

El antiperonismo es puntuado en ese registro desde el silencio cadavérico del Buenos Aires bombardeado del 55. El relato acompaña, también, el del deterioro de Borges, que en el diario privado de su propio y acaso único amigo pasa de refulgir en su genialidad a ser apenas poco más que un viejo meado manipulado por sus mujeres.

Es notable. En el siglo XIX, para disolver la barbarie se importaron desde maestras hasta gorriones, se tendieron ferrocarriles, se hizo un ejército y una escuela y se inventaron todos los dispositivos necesarios de tal modo que, con el tiempo, el hijo bastardo de una miserable india pampa llegó al sillón presidencial. Pero para terminar con el peronismo, la crasa respuesta nunca supera el palo represivo.

Desde el Borges de Bioy quizá se puede entender por qué esta forma mítica retorna y reincide. Quizá el antiperonismo sea el modo de supervivencia insistente que eligieron aquellas clases nacidas al calor de la línea que arranca en Sarmiento, pasa por Roca y sigue en Alvear: el peronismo como excepcionalidad histórica argentina, como pústula en el orden político universal. Esa cosa rara que no se puede enfrentar, esa cosa que agobia hasta lo insoportable, que acecha como indio, corrompe como negro, intriga como mujer. El horror, el monstruo. Lo cierto es que demanda un desafío imposible. El antiperonismo tiene el mandato histórico de eliminar al peronismo de la faz de la Tierra. Por eso queda trabado ahí y se repite: ya está, el peronismo ya sucedió y no cesa de suceder.

Ese mandato exige violencia y fagocita torpezas como la de ayer. Horacio Rodríguez Larreta estaba obligado a hacer lo que hizo, en cada uno de sus pasos. Tras toda esa danza pautada, el resultado, provisorio, deja otra vez a CFK en el centro de la escena y lo sube a él como contrincante potable en la interna de Juntos por el Cambio. Sin embargo, si bien Rodríguez Larreta tuvo su oportunidad para mostrarse como halcón, la demanda de exterminio del antiperonismo es infinita. No alcanza con espiar abiertamente con las fuerzas de seguridad o con llevar toneladas de piedras adrede. Ni siquiera con pegarle al diputado Máximo Kirchner, al que como mínimo lo asiste la proximidad consanguínea para llegar a la casa de su madre, según se ve en un video filtrado de la Policía municipal. Le dicen a Rodríguez Larreta: retroceder nunca, rendirse jamás.

Para CFK, ¿comienza de una nueva historia? El mito así lo demanda; 2023 está muy cerca en el tiempo y muy lejos en la economía y el presupuesto nacional. Ya está 128 mil millones de pesos más lejos en recortes en educación, vivienda, salud, obras públicas e incentivos a la producción, según el primero de varios tijeretazos que el ministro de Economía, Sergio Massa, tiene por delante.

Habrá que ver. El ajuste aprieta en años pares, nunca en los impares y menos en los de elecciones generales. La población, mientras tanto, vive una de las crisis más locas que se registren: la inflación vuela y los comercios y restaurantes están llenos; el sueldo no alcanza pero baja el desempleo por crecimiento del trabajo registrado privado y el monotributismo. La pobreza no termina de bajar pero el país crece fuerte, impulsado sobre todo por la industria. Los dólares no alcanzan, pero el campo gana divisas como nunca.

Como sea, en 2015 perdió el peronismo en lo que quizá fue el mejor año económico y de bienestar del siglo XXI y en 2019, el macrismo junto el 41% de los votos después de reventarle más del 20% del poder adquisitivo al salario y de llevar el desempleo a los dos dígitos. ¿De qué sirve hablar sobre la realidad en este país de mitos?

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