Quién es Lionel Messi para tantas generaciones que crecieron sin haberlo visto jugar a Maradona, cuál es el valor de la ilusión y por qué el 40% del mundo quiere subirse a la Argentineta.

Mi amiga Titi hace una cosa hermosa: cada vez que le estás contando algo que te angustia, te frustra, te enoja o te tiene preocupada ella aguarda en silencio hasta que la perorata termina y te tira un “¿Y qué necesitás? ¿Cómo te puedo ayudar?”. Para mí, eso es la amistad.

Todo el Mundial de Qatar fue para mí una charla extensa, íntima y espectacular con Lionel Messi. A cada lapso de frustración, cada vez que la cámara lo enfocaba después de un gol errado a nuestro favor o uno en contra del contrincante de turno, yo le preguntaba: ¿qué necesitás? ¿Qué te hace falta? ¿Qué podemos hacer ahora? ¿Querés que deje de mirar el partido y salga a caminar? Lo hago, lo hice. También prender velas, congelar figuritas, hacer promesas, insultar, morderme las uñas, tomar un termo de mate tras otro, reírme, llorar, disfrutar y al final, cuando todo resultaba injustamente azaroso, cuando todo dependía de quién pudiera resultar vencedor de la batalla psicológica que es una definición por penales, arribar a la sencilla conclusión de que Lionel no será para mí nunca un ídolo, un héroe, un Dios, sino algo mucho más cercano y familiar, más simple y más certero: un amigo.

Me tomó décadas darme cuenta de que lo que perseguíamos colectivamente aquellos que no habíamos vivido a Maradona era transformar a Messi en Diego, por bronca y por envidia, por unas ganas viscerales de acoplarnos a ese sentimiento que los más grandes transmitieron siempre con tanto ahínco, con tanta pasión, con una convicción religiosa. Nacimos y crecimos, millones de argentinos, en un país que nos contaba a un Diego muy distinto al que nosotros veíamos en la tele, a uno que jamás pudimos ver en una cancha. Su magia, su encanto, su persona nos conmovía, claro. Su muerte nos dejó cierta sensación de orfandad. Pero no es lo mismo alimentar el amor a puro relato que verlo en vivo y en directo, sentir como se desenvuelve entre tus propias costillas, ese grito de gol que hasta un minuto no existía. Al Diego lo conocimos con el resultado puesto. A Lionel lo vimos trastabillar una y otra vez frente a nuestros ojos, llorar y caerse, rendirse de ratos, para siempre volver.

Entonces no, no puedo sentir por Messi lo que siempre creí que iba a sentir. No puedo amarlo con locura, rezarle y prenderle velas, no me nace. Pero quiero verlo feliz, quiero ayudarlo, quiero mirar las fotos con sus hijos y regodearme en sus logros, que también son nuestros. Siento que arribé a una especie de síntesis inamovible, que logré descifrar la frustración, que entendí por qué me urticaba tanto que Lionel no ganara un Mundial: porque lo juzgo con la misma severidad y el mismo amor con el que acompaño a mis amigues, a ese tipo de amistad al que le reservás tu cariño más sincero y tus críticas más duras. Le exigí todo este tiempo que diera lo que sabía que él podía dar. Y cuando lo vi darlo, me alegré por los dos. Por él, que siguió intentando. Por mí, por nosotres, que elegimos creer.

Y es un milagro que estos tres párrafos guarden algún tipo de sentido considerando que en los últimos días sólo me alimenté a base de fiambre de baja calidad y sidra caliente.

Con todo, este ha sido un año para el recuerdo. Un intento de magnicidio, un Mundial y un Gran Hermano después estamos en plenas condiciones de afirmar que somos el mejor país del mundo, tan grande que incluso otros países quieren subirse a la Argentineta, y serán recibidos porque así lo estipula el espíritu de nuestra Constitución Nacional y porque además entre la población de Bangladesh, la India, Haití y todos los países que hicieron fuerza por la Selección en este Mundial juntamos aproximadamente el 40% de los habitantes del planeta Tierra. No puedo dejar de leer esto en términos estratégicos, geopolíticamente hablando. Realmente, somos un país que contiene muchos países adentro. Somos los Estados Unidos, pero sin armamento nuclear y con conciencia de clase. Al menos de a ratos.

Me gustaría que entre tanto festejo y debate no nos olvidemos de una de las más grandes lecciones de este año: no hay cosa más poderosa que la ilusión. Y la magia popular y cabulera, también. Pero por sobre todo la ilusión, esa cosa que los odiadores seriales de siempre nos marcan como una debilidad, como una falta de criterio, como el punto débil de la cadena evolutiva.

He sostenido en todas estas columnas algo que creo fervientemente, y que jamás proviene de ese patriotismo bobo que la derecha ostenta: a este país le esperan grandes cosas. Es un país que constantemente reinventa su narrativa, que incluye a las abuelas con minúscula y mayúscula, que incluye a un señor tocando un bombo de la UOCRA y a alguien que se disfraza de Peppa Pig en una misma marcha, que encontró la forma de tararear su propio himno, y que vive con la certeza de que en algún rincón de la Patria, entre cumbias y festejos, un pibe o piba duerme arriba de una cama armada con dos sillas plásticas sin saber, sin siquiera intuir, que es el próximo argentino que nos va a hacer felices a todos.

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